4 de marzo de 2012

*// Crónica de una paja anunciada

En una travesía solitaria, después de dejar el bar, entre a “Help”; luego de cavilaciones tomándome unas cervecitas llegué a la conclusión de que con una extranjera siempre fui feliz. Me pasó en Uruguay, Argentina y ahora último en Brasil. Ahora entro, me ponen un collar de colores, adormecen mi conciencia con más cerveza, y ya estoy en la pista de baile. Mi detector de cabezas rubias se activa. Ya lo tengo decidido: agotaré todo mi repertorio en quedarme esa noche con alguna forastera. Yo sé que hay y yo sé que puedo.


No recuerdo su nombre porque naturalmente no se lo pregunté. Sé, eso sí, que era estadounidense, me lo dijo. Una rubicunda americana, con un vestido salpimentado de frases enredadas, bailaba ensimismada ante la miradilla de una urbe de chuchanboys, que la admiraban expectantes, quizá acumulando valor para caerle. Cuando la vi, me encontraba – como mínimo- con dos litros de valor, reflejados en mi risueña cara y mis ganas insaciables de bailar. Y sin darme cuenta ya me estaba acercando y casi posando mi cabeza en la suya, la tomé de las manos.


Me saludo con una sonrisa lindísima, de una niña a quien nunca le faltó nada. Me dejé llevar por su alegría y sentí que la noche se pintaba de colores. Le di una vuelta para luego tomarla de la cintura y moverla de lado a lado. Dos pasos de baile: ese era mi prodigioso repertorio. Sin embargo, esa noche aprendería uno nuevo y lapidario. Sus cabellos arremolinados
jugueteaban con el airecillo lívido. Se movía conmigo, al compás de mis forcejeos de brazos, y mis ataques de risa. Ella se contagiaba y nos sumergíamos luego, en un abrazo en el que pude sentir la calidez y fragilidad de su cuerpo. Estábamos borrachos.


Así transcurrió el tiempo, aferrado al cariño pasajero que esa chiquita me brindaba. Era demasiada suerte para un borracho mal vestido como yo: había osado entrar con un short de rugby, unas zapatillas para correr y un polo que no se alejaba para nada de una indumentaria de trabajo. No es por jactarme pero, a pesar de ello, debí contar con algo más allá de mi apariencia para que se enterneciera tanto conmigo. Ella hablaba español y yo, inglés básico nueve del británico – el inglés que te da poder- . Era una situación simpática porque cuando nos deteníamos a conversar no pocos minutos, la americana bonita se despachaba con un muy buen castellano, al que yo replicaba con un very bad english. Ella reía y me tocaba las mejillas sudorosas.


Las demás personas, esa horda negruzca, resultan ajenas cuando estás ante la dueña de tus sonrisas. Mi cariñosa bad girl, se acostumbró a mis manías imperiales al bailar. Y fue aquí que mi nuevo paso vio la luz. La sujeté de la cintura, ella estiró sus brazos que aterrizaron en mi cuello. Nos mirámos zigzagueando levemente nuestros cuerpos. Mi corazón corrió y sin dar detalles poseyó la poca lucidez que me quedaba. Abracé a la pequeña despeinada e insólitamente ella decidió besarme. Desarmado, cerré los ojos y ya no sentí música, bulla ni voces a mí alrededor. Sólo sentí vida, y que la quería disfrutar con ella.

La canción que regía el curso de nuestros pasos llegó a su fin. Nos separamos por un momento y una levísima zozobra se apoderó del rostro de mi linda pareja. Recuerdo su desencajada carita. Sus ojos temerosos parecían no querer seguir mirándome. Se acercó muy rápido a mí y soltando un “gracias” se fue sorteando algunos cuerpos. No supe que sucedió hasta que un dolorcito en mi parte baja me alerto. Mi pequeño amigo ingobernable se había inquietado y estaba firme y durísimo. Y al estar en short su presencia era más notoria. No dude en acomodarlo desviándolo para arriba y ajustándome más el short, para luego buscar a mi gringa asustadiza.


No la encontré. Si quizá ella me volvió a ver, seguro, se corrió de mí. Vociferando tal vez algo que no se alejaba tanto de la verdad: que, borrachísimo y extático, quería ser feliz esa noche con ella. Pero sin saber que en realidad la quise durante esos parajes cortos de nuestro baile y enredos corporales. Me fui tambaleando, cargando una pena conmovedora y
llorando encaletado en el taxi. El taxidriver musitó un “tranquilo muchacho” cuando le pagué los veinte solcitos que de suerte me quedaban.


Estoy en mi cama. Las lágrimas se han esparcido y parece que todo fuera un capricho. Picado me pongo sensible y recuerdo mis desvanes amorosos, y – glup glup – caen las jodidas gotitas de los ojos. Aún siento el olor de mi gringuita ausente que me dejó su perfume en todo el cuerpo. Ya no estoy triste pero sí caliente. Trago saliva y ya me estoy agitando, echado, sin cubrirme con las frazadas. Acabo con una sensación distinta, sintiendo que cada día estoy más cerca de ser feliz con una extranjera. Por mientras, el semen se desliza entre mis dedos como las lágrimas de un pene enamorado.

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