24 de agosto de 2011

*// La última sonrisa

UNO

…baje por la pista azarosa de Montevideo. Manejaba la bicicleta con luci en mi cabeza, pero era inevitable parar a ver el paisaje. Saqué mi cámara y tome algunas fotos del lugar. Estaba encantado con esa ciudad con gente tan radiante y a la vez tan sencilla y ligeramente orgullosa. En eso, en dirección opuesta a la mía, venía Luci. Exhausta pero sin descansar su sonrisa. “Leooo”, me gritó. Y en ese instante lo más bonito de Uruguay era una argentina; llevaba un polo amarillo, pantalón negro, zapatillas deportivas. Su cabello tenía más brío que el sol brillante. Un poco más atrás pedaleaba con las últimas fuerzas que le quedaban, Sofía, su amiga. Ambas con sus bicicletas trajinadas se pusieron frente mío. Y conversamos.


Les conté cómo me había ido en el boliche. En qué estado había llegado al hospedaje, las peripecias en las que había sucumbido pero de las que salí gracias a mi actitud imperecedera, a pesar de estar bebido. Agrandé lo que me había pasado como dando a entender el juerguero descomunal que habita en mí. Ellas tan cándidas me contaron la manera en que habían pedaleado y pedaleado un larguísimo tramo, llegando hasta lugares a los cuales les habían aconsejado no llegar. En su recorrido se encontraron con otros amigos, almorzaron juntos una comida marina de la cual les había quedado dos tapers gigantescos que no dejaban de ser ricos. La satisfacción asomaba por cada una de sus palabras. La habían pasado increíble.


Quedamos en salir en la noche con otros huéspedes, y nos despedimos. Manejé la bicicleta durante horas, Luci le había colocado un motorcito a mi bicicleta y esta no se detenía a descansar; la vista era increíble en el malecón. Algunas personas corrían, otros andaban en bicicleta. El mar estaba tranquilo y jugaba a favor de un grupito reducido de bañistas que se abrazaban a las aguas a pesar del traicionero frío vespertino. Al regresar en dirección opuesta, encaminándome al hotel, ya la tarde se había desvanecido; sin embargo la gente aún reposaba a los alrededores, tomando cerveza con gran regocijo o compartiendo el mate. Qué manera de tomar el mate, era increíble. Era como el suero para un herido. Al regresar al hospedaje sentí que era más joven.


DOS

La noche era propicia. Las miradas fulgurantes, chispeantes, pedían fiesta. Éramos cinco personas. Luci, Sofía, Bobby, el loco y yo. Fuimos en grupo a “El poni pisador”. El lugar era encantador, sin tanto alboroto. Entramos y nos acomodamos en una esquina de la barra, pedimos cerveza, las cuales eran terminadas casi en el acto, al menos en mi caso. Tomaba para la cabeza y eso era un mal presagio, lo bonito que la estábamos pasando iba a ser empañado por mi mal manejo de la bebida. Miraba de cuando en cuando a luci, conversando, riendo, mirando el panorama del boliche. Qué hermosa se veía en ese instante, la sencillez y su presencia tan marcaba eran un juego hermoso reposando apacible.


“Está canción me hace recordar a mi novio”, escuche a decir a Luci cuando le llenaba el vaso de cerveza. Y sentí como unos duendecillos apuñalaban mi corazón. Dejé la botella reposando en la barra, y toda canción de amor que siguiera se volvería una tortura. Luci estaba comprometida. Me separé de ella sin que lo notara, me repelí por unos instantes. Y enarbolado por tal hecho pedí un trago del cual no recuerdo el nombre, era amargo pero a pesar de, lo tome de dos sorbos. Luego de eso, regrese irascible al grupo y miraba como soltaban carcajadas a medida en que cada uno salpimentaba con anécdotas la noche. Luego vinieron las fotos donde intenté que mi cara, jodida como es, esbozara alguna sincera sonrisa. “Mierda”. Luci reía, yo ya no hablaba, borracho, maldecía por dentro y miraba al vacío con cierta melancolía.


Decidieron entonces ir a otra discoteca más bullanguera. El loco se quedo en el pony. Borracho como estaba también decidí ir. Bobby, Sofía, Luci y yo nos embarcamos en un taxi. A partir de acá los recuerdos me traicionan, podría decir que mi plan estando borracho era encarar a Luci el por qué no había avisado que tenía novio, en que patán me había convertido. Llegamos al boliche que eligieron. Un mar de gente. Yo era un autómata que caminaba siguiendo a los demás, los pesos uruguayos se iban pero ya no me importaba nada. Sentía como los duendecillos, instalados adentro de mi cuerpo, jugaban a romper la piñata con mi corazón. Entramos al boliche y ahí estuvimos, yo apartado mientras los demás bailaban o intentaban bailar. La carita sonriente de Luci se diluía con el paso de las canciones. “No me siento cómoda”, dijo luego de un rato. “Me voy, pero, quédense ¿sí?”. Tanta gente la ahogaba, ya no era tan divertido así.


Era mi oportunidad de encararla - ¿Encararla por qué?- . Ella se despidió y salió con una carita que no era la misma a la que yo veneraba. – Era yo, el que la ponía triste, mi mirada recelosa a cada paso que daba, no me daba cuenta que ella me advertía. Estaba borracho - . Ella salió, y la seguí. Afuera la intercepté, “Yo también me voy, me jode ver tanta gente”, dije. “bueno, vení”, me dijo sin sorpresa. Subimos a un taxi. Al llegar al hospedaje era el momento oportuno de decirle que me tenía que ir de ahí, porque la única razón por la que me quedaba era por ella, que me gustaba de una forma caprichosa. Y ahora que estaba comprometida todo era inservible. -qué pedazo de imbécil era yo-. “Luci, escucháme”, atiné a decir como argentino. Ella me ignoro y fue a recepción a pedir su llave. La espere en el pasadizo.


Cuando Luci volvió con su llave, su mirada trastocaba el suelo. Supe en ese momento que si iba a decir algo tenía que hacerlo ya. “Luci, escúchame un momento, por favor”. Ella paro y me miró con una carita desangelada. Ya no era ella, mi comportamiento la había cambiado. – “odio verte lastimada”-. “Luci… mira, yo… yo tengo que decirte algo”, dije con los ojos achinados. “sí, decime”, masculló sin sobresaltos. “mira... sólo decirte… que… mañana no te vayas sin despedirte de mí. Me revientas la puerta porque creo que dormiré demasiado, y quizá… tu no estés y no sabré donde buscarte”, me acerqué a ella. “… y perdóname ¿si?, por favor. Ya te habrás dado cuenta de lo imbécil que soy”. Ella, imperturbable, con las manos cruzadas asintió con la cabeza y sin decir más, se alejó. Sospeché en ese instante que sería la última vez que la vería, y ella no estaría sonriendo.


TRES


“Leoooo”. Apreté con fuerza la frazada y cambie de posición, dando la espalda a la voz que me llamaba detrás de la puerta. La puerta de mi habitación era tocada comedidamente. “Leooo despertáte, vení”. “Luci”, pensé, y toda presencia de sueño se desvaneció, o tal vez era que tan solo escuchar la melodía de su voz me convertía cual serpiente encantada. “Ya voooy”, dije. Me cambié de polo al instante, saque el desodorante y me lo rocié por todo el cuerpo sin importar ahogarme por la fragancia. Di un par de zancadas para abrir la puerta. Y ahí estaba ella. Inmaculada. Esa sonrisa que estaba a punto de despedirse de mí. “Estaba esperándote. Ya son las once”, me decía. Estaba lista para salir, bellísima. “Por favor, que tortura tan dulce tenerla al frente”. “Ahora tengo que salir pero no me voy sin despedirme de vos”, atinó a decir.


La abracé. Un cuerpo delicado abrazado. “¿Sabes una cosa?”, le dije al soltarla y mirarla a los ojos. - ¿Qué? “te prometo que el día de tu boda…”, corté en ese instante. “¿El día de mi boda qué?, decime, Leo”, me preguntó y sus ojitos se abrían, expectantes, y su forma de ser me maravillaba en esos últimos segundos. “Te prometo que el día de tu boda… yo seré tu marido”. Ella rió. La vi reír frente de mí. En ese momento la abracé y supe que aquella argentina ingobernable era única, que la extrañaría muchísimo. La abracé con más fuerza sabiendo que quizá había ganado su amistad. “Te voy a extrañar mucho. Lástima no poder quedarme más tiempo, pero pásalo bonito ¿sí?”. Me dio un beso en la frente antes de separarnos. “Alistáte que se te hace tardísimo”, dijo acariciando mi mejilla. Luego se fue regalándome la última de las sonrisas.


**************


Las calles de Montevideo se alejan. Ahora estoy en el bus de regreso a Buenos Aires. Veo las fotografías de mi cámara y ella no está, no la tengo atrapada entre mis fotos. El viaje es largo y todo el trayecto se intercala entre dormir o estar recreando a Luci, linda argentina cuyo rasgo más conspicuo es el de colorearte el corazón con pinceladas de risas y alegría; me alejo sospechando que ya no la volveré a ver, pero sé que cada ínfimo momento estará grabado, qué los momentos inolvidables se inmortalizan y recordar el viaje, a pesar de todo, libera un suspiro y quizá enmarca una eterna sonrisa.


“El valor de las cosas no está en el tiempo que ellas duran sino en la intensidad con que acontecen. Por eso existen momentos inolvidables, cosas inexplicables y personas incomparables“

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