13 de julio de 2011

*// La chica más feliz del mundo


Era la primera vez. La miraba y ella le sonría, pero él percibía su miedo. Era su primera vez.

No dudo en abrazarla cuando el temor se acentuó en su rostro. Le dijo que ya no harían nada para hacerla sentir mejor, mentía. Sólo había silencio y un abrazo que acallaba el temor y que ardía mientras estrujaba con más fuerza. El cuarto era pequeño. Las mariposas de su estómago revoloteaban y no podía esperar a sacarle la ropa. Era tan tierna, estaban solos y él quería hacerle el amor esa misma tarde. En la quietud de esa tarde.

Se sentaron en la cama. Ella temblaba por el frío y por espasmos de terror. Sería su primera vez si se lo permitía, si en verdad daba rienda suelta al persistente deseo que había confinado, si en realidad todas sus fantasías mal llamadas insanas se cumplían en ese mismo cuartucho grotesco.

Sentados los dos, las miradas reflejadas, todo resulto ser tan sencillo, como cuando la enamoro sin flores. Mi dedo índice empezó a decorar tus mejillas. Te veía inmersa en mi mundo y sospecho que cualquier sonido no hubiera afectado a lo hipnotizado que te tenía con mi discreta caricia. Mis dedos yacían calientes predispuestos a tocarte pero sólo el índice fue el elegido para recorrer la hermosa simetría de tu rostro. Cerraste los ojos. Te vi tan desarmada ante mí y supe que nunca te haría daño y que daría lo que fuera por verte siempre así. Cerraste lo ojos y confiaste en mis movimientos. Presentías lo que tenía pensado hacer ahí sentados, sin más espectador que tu mismo Dios.

Sentado, te acaricie. Mi palma tocó la suave textura de tu rostro, me acerqué cual traicionero animal y logre darte el beso que me prometiste antes de entrar al cuarto. Te dejaste llevar con los ojos cerrados e imaginabas que el mundo eran sólo cuatro paredes, una cama ajena y un beduino amándote, y a punto de despojarte. Ya eras mía en ese entonces y tú lo sabías. Eras tan pequeña, tan indefensa. Te recosté. La cama crujió de repente y te vi camuflar una sonrisa con tus manos. Me encanto. Me diste el coraje de avanzar. Me dispuse a sacarte la polera, me ayudaste mientras nuestros brazos rozaban y el corazón crepitaba, hasta podía escucharlo. El frío ya había desaparecido y tu mirada se había reubicado en la mía. Era mi turno. Sólo tenía un polo. Me lo saque de la única manera en que sé sacármelo, rápido, salvaje, sin elegancia. Y tú te apresuraste en quitarte tu pequeño polo. Vi la comisura de tus labios mordidos por esos perfectos dientes. Te vi el sostén azul con decoraciones a su alrededor, pero hermoso era lo que ello acogía y me esperaba.

Ahora éramos cuerpo a cuerpo y lentamente el calor nos pertenecía, mientras algo dentro de mí no podía aguantar más a estar contigo, a alojarse dentro de ti. Tú lo notaste y fuiste comprensiva. Tocaste justo ahí, en el exacto lugar para arreciar y acallar al mismo tiempo y del mismo modo. Fuiste testigo del breve gemido que dejé volar. Desabrochaste mi jean y ayudaste a que caiga arrugado al suelo. Tu mirada dirigida a mi parte baja contemplaba esa rigidez tan cruel. Era una mirada bondadosa y sin perder ese aire inocente me viste con tus ojos almendrados, y sentí que ya éramos cómplices.

Te acaricié los cabellos con una mano mientras la otra emancipada resbalo a tu cadera dispuesta a moldear tu abdomen. Arriba tu pelo nos jugaba una mala pasada y nos entorpecía y reímos de lo absurdo y trascendental de todo esto. Descuidando mis desplazamientos quirúrgicos llegué a tocarte en ese preciso instante ahí abajo, donde procurabas que no llegara porque temías despertar. Pero no hiciste nada cuando lo hice, querías que siguiera y seguí. Te toque con más fuerza. Gemidos, gemidos, aún oigo tus gemidos, que no daría por escucharlos otra vez. Tus codos apoyados en la cama soportaron la arremetida de mi flácido cuerpo. Tus gimoteos me descontrolaron. Y embravecido de amor desabroche el pequeño botón de esa prenda rasgada, la cual bajaste sin titubear.

Todo ya era más rápido, nos encontrábamos con el aliento flamígero y no queríamos parar. Aligere mis pasos. Te besé desaforadamente, y el ir y venir de nuestros labios eran música entre tanto silencio. Sentía tu ardor. De repente todo perdía importancia. El correr de la vida, de nuestras vidas anodinas. Todo se concentraba en ese preciso instante. Empecé a bajarte el calzón lentamente y mi sexo firme apoyado en tus muslos se disponía ingresar a la más sublime de las entradas.

Un ruido apartado y ajeno a nosotros. El portón abrirse y luego cerrarse nos hizo despertar de nuestro letargo. Esa es la parte más dolorosa, la que me duele evocar y me duele que recuerdes. Estábamos en el cuarto de servicios. La parte trasera de la casa que lindaba con el estacionamiento del carro. Oímos voces de jóvenes bullangueros. Nuestro mundo de amor y nuestros cuerpos desnudos ahora nos avergonzaban terriblemente. Volviste en ti, te vestiste rápido y con miedo, avergonzada, odiándome por haberte llevado hasta ese extremo. Rápidamente yo también me vestí mientras maldecía y sudaba de manera copiosa.

Las voces se hacían más fuertes y era cuestión de segundos que pasarán por el cuarto de servicio y se dirigieran a la sala de tu casa. Teníamos la cara de culpables. Éramos unos mocosos jugando a tener sexo como grandes. Alguien grito tu nombre, era tu hermano y había llegado con sus amigos a la casa. Traían cervezas y las caras extasiadas. Tenías miedo de contestar, conocías a tu hermano. Yo tiritaba de miedo y me arrepentía de haber hecho todo eso, me arrepentía más por no haber logrado hacerte el amor lo antes posible. Sólo una puerta raída me separaba del energúmeno de tu hermano. Reproduje en mi cabeza las preguntas que me haría si me encontraba contigo. Te llamó una y otra vez. No podíamos salir, no debíamos. Nos verían. Grito una vez más y presentí que vendría pronto. Trate de mirarte y entregarte mi confianza. Fue peor. Nos miramos y no logramos ayudarnos. Arrugamos la cara con temor.

La puerta sonó, la chapa giro. Y el grito de tu hermano iba y venía por el eco que producía el cuartucho. Al fin le respondiste. Tu hermano te pidió abrir la puerta. Raudamente me escabullí debajo de la cama. Abriste la puerta, el entró y te pregunto qué hacías ahí dentro. Su voz denotaba fastidio. Tenías la cara rojiza, el pudor asomaba por cada facción de tu cara y cada atibo de expresión parecía recrudecer en un sollozo. Tu hermano nunca era de las personas comprensivas. Abajo tuyo. Yo empezaba a lamentar haberte llevado a saciar mis bajos instintos. Tu hermano te saco del cuarto y no pregunto más. Tú ya llorabas sin que te pudiera consolar. Temí que dijeras algo. Y ya estaba dispuesto a correr si algo surgía. Cerró la puerta antes de salir. Y me quedé debajo de la cama ideando la manera de salir y pedirte perdón.

Pasaron horas. Escuchaba risas, lisuras, cosas moverse. Lo que más recuerdo en esas horas fue el olor del polvo, las pelusas que se me pegaban en los labios y el frío piso. Me aterraba la idea de salir y que tu hermano por casualidad entrara de nuevo al cuarto de servicio. Maldije mi calentura que me llevó a intentar hacerte el amor en este indigno cuarto de servicio. Todo fue culpa mía. Llego la noche, había dormido durante un par de horas. Supuse que eran las diez u once de la noche, la bulla había disminuido y parecía haber menos gente. Eventualmente alguien soltaba una risa y escuchaba gente caminar por el patio. Luego de unos minutos oí el portón elevarse, las puertas del carro abrirse y cerrarse casi de inmediato, el carro prendido y luego el portón cerrándose, fue el sonido que tanto anhelaba.

Dejé pasar unos minutos, salí de debajo de la cama, me dolía el pómulo derecho y sentía el cuerpo heladísimo. Abrí la puerta con cuidado, quise llamarte te lo juro pero descarte esa idea al instante sabiendo que no me harías caso. Camine por el patio, abrí la puerta principal, al traspasarla la cerré con cuidado y corrí como un reo que se escapa como última oportunidad de conocer la libertad. Al llegar a mi casa no tuve el coraje de tocar, mi mamá estaría preocupada y molesta al verme llegar a tan altas horas. Me senté en el piso apoyado en la puerta, abrasé mis rodillas y empecé a llorar. Lloré y pensé en ti. Mi sollozo era silencioso y las lágrimas caían sin un orden establecido. Te había hecho la chica más infeliz de todas y no me lo perdonaba.

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